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ESPAÑA

Corrupción: la lacra que hunde a la democracia

«La tentación de lucrarse crece a medida que se perpetúa en el tiempo el acceso a dinero fácil en manos de un reducido número de gestores»

Ilustración de José María Nieto

MANUEL MARÍN

Tradicionalmente, la corrupción se asocia a un proceso de degradación personal basado en la carencia de principios éticos para utilizar los recursos que ofrece la gestión de la vida pública en beneficio de uno mismo. En definitiva, dinero sucio obtenido en forma de cohecho y comisiones ilegales, malversación de fondos, alteraciones del precio de las cosas, recalificaciones urbanísticas espurias, fraude a través de subvenciones camufladas, tráfico de influencias…

1. A más tiempo, más corrupción

La tentación de lucrarse crece a medida que se perpetúa en el tiempo el acceso a dinero fácil en manos de un reducido número de gestores. Más aún, cuando el control de los recursos públicos es tan laxo que amplifica una cierta sensación de impunidad… Una sensación de poder real y de mando en plaza que termina por hacer creer al corrupto que es un gestor todopoderoso, con apariencia de respetabilidad y prestigio social, al que la justicia nunca sorprenderá metiendo la mano en la caja. Más aún, cuando los mecanismos de supervisión de las cuentas públicas mediante inspecciones o auditorías, o mediante procesos de prevención del fraude, se han convertido en un mero trámite rutinario con escasa eficacia.

2. Un fenómeno sistémico

Pero cuando ese síntoma de degradación personal basado en una tentación irresistible se extiende entre un colectivo como el de la política, en la falsa seguridad de que «todo está controlado», y de que es el propio sistema quien diseña, ampara y justifica las corruptelas como un mal menor -por ejemplo, para la financiación irregular de los partidos o para llenar bolsillos personales -, la corrupción se convierte en un fenómeno sistémico. Adquiere la forma de una lacra casi estructural a los ojos del ciudadano, por más que la estadística real demuestre que el 99,9 por ciento de los cargos públicos en España sean honrados.

3. La Justicia, ¿es un cachondeo?

La gestión inmoral que uno llega a hacer del dinero público termina lastrando la credibilidad del colectivo porque a la sensación de impunidad se une de inmediato otra aún peor: una percepción de inmunidad. Aferrado a un cargo, con poder absoluto, y sintiéndose impune e inmune a la acción de la justicia, lógicamente uno se ve inatacable. Esa apariencia de inmunidad ya tomó forma en 1985, apenas tres años después del primer gobierno de Felipe González -aquel que concluyera en 1996 agujereado por la corrupción-, cuando el entonces alcalde de Jerez, Pedro Pacheco , acuñó con gran fortuna una de las frases célebres de nuestra democracia: «La justicia es un cachondeo». Hoy, paradojas de la vida, Pacheco cumple pena de prisión de cinco años por dos casos de enchufismo.

El exdirector de la Guardia Civil Luis Roldán EFE

4. El fraude masivo ya supera al «listillo»

Lo más grave en democracia no han sido los célebres casos aislados de corruptos que apenas cabían en un reducido banquillo -Roldán, Rubio, Gil, Conde, filesas y malesas varias…-, sino la incapacidad para amputar, incluso después de dictarse sentencias muy duras, los tentáculos de la corrupción cuando se extendían como una metástasis cancerígena hasta el tuétano de la democracia.

La lucha contra la corrupción individual del «listillo» con capacidad de manejar fondos a su antojo a través de procesos de ingeniería fiscal, apoyado en los privilegios de los paraísos fiscales y en fiduciarios o testaferros a sueldo, no fue ejemplarizante.

La democracia ha fallado a la hora de transmitir a los ciudadanos que el sistema era implacable en vez de vulnerable y permisivo. Cumplimientos parciales de pena, indultos, beneficios penitenciarios, defensa pública de los delincuentes… Los delitos de cuello blanco siempre han parecido contar con un plus de comprensión política, y apenas eran vistos como un mal menor, salvable en democracia a fin de cuentas, porque en la conciencia colectiva no hay Estado de derecho que se precie sin una cloaca.

Por ello, el fracaso a la hora de zanjar los casos de corrupción individuales, o reducidos en su extensión pese a su gravedad, ha alimentado en el último decenio la aparición de fraudes masivos y numéricamente alarmantes. Han surgido procesos con decenas y decenas de imputados , como nunca se habían visto. Incluso, con algún centenar. Nos acostumbramos a la aparición de complejas tramas inmanejables, en las que es una odisea hallar las células corruptas, aislarlas y diferenciarlas de las sanas en pleno proceso de septicemia global.

5. Del robaperas a la «organización criminal»

La justicia define ya esas tramas como «organizaciones criminales», por duro que pueda sonar. No es la corrupción de un «robaperas» tentado que mira de reojo mientras estira el brazo disimulando por si alguien le observa. Son redes organizadas de chantaje con el único objetivo de desviar fondos en provecho propio. Los cabezas visibles del «clan Pujol» declaran esta semana después de conocerse que han engañado, malversado, prevaricado… ¡durante 30 años y sin oposición alguna! Fraudes fiscales a mansalva, operaciones de blanqueo, tramas de amiguismo, el oasis del 3 por ciento, la financiación ilegal de Convergencia, como en su día lo fue del PSOE con Filesa…

6. Descontrol institucional

El de Cataluña ha sido un fraude masivo a la democracia, similar a otros investigados en Andalucía, con procesos demostrativos de que la podredumbre ha horadado a la democracia en todas sus estructuras, de arriba a abajo: primero, la cúspide de responsables públicos que diseñaron un instrumento aparentemente legal de falsos ERE con votaciones parlamentarias como escudo de legitimidad; segundo, los ejecutores políticos que acallaban a los interventores a los que no cuadraban las cuentas; tercero, y en cascada, la complicidad comisionista de sindicatos, despachos de abogados y aseguradoras… Y finalmente los beneficiarios. Siempre amigos o parientes. Siempre. Una pirámide infame. Conclusión: casi 200 imputados en el mayor proceso contra el abuso de poder en España.

ORIOL CAMPUZANO

Idéntico drama de descontrol y permisividad ocurrió con el diseño de un sistema falsario de cursos de formación en Andalucía, inflado a base de subvenciones públicas, cuyo importe acababa en bolsillos ajenos. O la operación «Malaya» de saqueo impenitente en Marbella en la que los fajos de dinero en metálico se escondían en bolsas de basura mientras de modo muy piadoso sus responsables rezaban camino de El Rocío.

En Valencia, el PP queda estos días en manos de una gestora porque hasta 50 cargos públicos y empresarios están siendo investigados. La corrupción no era aislada, sino una suerte de fraude vertical en cascada, en el que cada pieza cumplía una función concreta en busca de un provecho seguro bajo un manto de silencios cómplices. El uso de «tarjetas black» como privilegio digerible, los consejos de administración de cajas de ahorros capaces de manipular las cuentas a cambio de millonarias indemnizaciones, la inconcebible extensión de tramas como la Púnica o Gürtel en Madrid. La insalvable comprensión con Luis Bárcenas…

7. Imprevisión frente a la impunidad

Ningún partido puso en marcha ese cortafuegos intangible que debía existir cuando los síntomas de un nivel de vida exagerado señalaba a un corrupto. No hubo previsión. No hubo prevención. Hubo impunidad. Y ahora se paga: por primera vez, una Infanta de España es juzgada en un proceso penal. Doña Cristina de Borbón testifica esta semana acusada de un fraude fiscal cometido por su marido, Iñaki Urdangarín, a quien la Fiscalía sitúa en la cima de una trama corrupta de influencias organizada, sin más, para un enriquecimiento ilícito.

El Estado de Derecho funciona, pero difícilmente puede convencerse a una ciudadanía descreída de que lo hace bien y pronto. La perpetuación de casos en los Juzgados, la lentitud procesal, la doble vara de medir a la hora de adoptar medidas cautelares contra el corrupto, el tic-tac de las prescripciones, los indultos, que solo han cesado ahora que los escándalos arrollan a la democracia en forma de indignación ciudadana… Todo rema en contra.

La infanta Cristina junto a Iñaki Urdangarín, en las inmediaciones de los juzgados. Foto: Ángel de Antonio ARCHDC

8. Mal endémico y cinismo social

Ahora bien, ¿la corrupción es un mal endémico solo inherente a la política? España padece una gran dosis de cinismo social. Se trata de un país con una bolsa de economía sumergida calculada en torno al 20 por ciento del PIB . En ella se acumulan incontables trabajos «en negro», facturaciones virtuales, fraudes a Hacienda… No es un mal asociado en exclusiva a la actividad pública pese a los esfuerzos de una élite política por demostrar lo contrario. España sigue siendo el país de Rinconete y Cortadillo .

Junto a ello, se produce un fenómeno social no suficientemente estudiado aún: el del «peso ideológico» de la corrupción. Existe un criterio en virtud del cual la izquierda sociológica disculpa, consiente o digiere mejor los abusos y corruptelas cometidos por políticos de su espectro, que el votante de la derecha respecto al suyo.

En España, jurídicamente solo hay una corrupción: la que las fuerzas de seguridad, los fiscales y los jueces suelen combatir con éxito, aunque en plazos de tiempo netamente mejorables. Sin embargo, sociológicamente, hay dos «corrupciones». A conductas delictivas o no ejemplares similares, los andaluces dispensan al PSOE un mejor trato electoral que los valencianos al PP. Es un dato objetivo que merece más de un análisis. Tan objetivo, como que la corrupción es, más que ninguna otra, la lacra que socava con más daño la salud de una democracia.

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